16 de abril de 2012

NO HAY REGRESO


Espejismos. Cada esquina, cada sombra, cada reflejo. Un espejismo. Oasis brillantes en mitad del desierto.
 Una isla en mitad del mar. 

 El paraíso no es un lugar, es un en un instante en el que supimos por qué la vida tenía que ser vivida, un instante que sólo en la memoria ha sabido ser feliz. No hay regreso. 

Me levanto cada mañana y me rindo a la evidencia de que todo ha terminado. Luego me voy, o me quedo, da lo mismo, porque hace tiempo que habito en la edad de las ausencias. 

Llevo piedras en los bolsillos. Mi cuerpo se fosiliza poco a poco, y cada paso es una derrota ante un cansancio que la rutina ha hecho invencible.

Los muros del paraíso se han hecho demasiado altos, hay que dar la vuelta, regresar a la soledad para que nadie pueda recordarme quien soy. Es tarde para ser encontrado. Pero uno se reconoce por dentro. Se mira las manos y lo sabe todo. 

Y añora el tiempo que cree haber perdido. 

No hay tiempo perdido. Cada segundo se ha posado sobre mis hombros como la fina arena que va formando las dunas de un vasto desierto. Un traje de piedra, un traje de arena. El caminar se vuele lento, y el tiempo pasa deprisa. 

Sólo me queda la quietud de la nostalgia. El recuerdo de aquel momento que no supe que era futuro. El dolor de la pérdida de lo posible y lo imposible, el dolor de todas las posibilidades muertas. 

Hago recuento. Hay que  hacer un inventario de la propia vida. Y así pasa el tiempo, contando logros y fracasos, recreándome en los recuerdos no vividos, en los recuerdos imaginados en la desolación de una noche vacía. 

La memoria se adapta y los motivos se visten para la fiesta de la rememoración. Y uno inventa, y cambia, y hace y deshace, y justifica el lugar que ocupa en un mundo que es incapaz de reconocerle. 
Y uno se sienta a esperar, y se miente diciendo que no ha sido olvidado.

Y queda el trabajo, el salario, la comida, la cama, el techo, la casa, el coche, y uno duerme y come, y va y viene, y deja de hacerse preguntas.
He aprendido, se dice. He aprendido lo que es importante. La importancia de lo insignificante. La resignación vestida de sabiduría. Y entonces habla de paz interior, de amaneceres hermosos, de la felicidad de lo sencillo, del camino interior, de la luz. 

Y uno, poco a poco, deja de añorar los días oscuros, en los que podía sobrevolar todos los abismos del mundo.

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